El ciudadano económico se define como persona integrada socialmente, que posee bienes, paga impuestos y tiene acceso a bienes y servicios relacionados directamente con su bienestar integral. Estos bienes y servicios son provistos por los sectores público y privado, e incluyen la educación, la justicia, la energía, los alimentos, el agua, la vivienda y los servicios financieros.
Es por medio de la ciudadanía económica que cada ciudadano puede conseguir con su trabajo, con su esfuerzo, sin dependencias paternalistas de “papá Estado”, la oportunidad y capacidad de ejercer plenamente sus derechos sociales, políticos y económicos como ciudadano completo, es decir, como ciudadano libre.
Por otro lado, el eje/pobreza/desigualdad/exclusión, conforma el tridente que empuja al ciudadano a sentirse, con toda lógica, como un ciudadano de segunda categoría, que pierde su derecho y condición de ser y reconocerse como ciudadano económico. El origen primario de esta pérdida de atribución, lo encontramos principalmente en la carencia de empleo continuado y dignamente remunerado.
Es por este motivo que ser ciudadano de segunda comporta la dificultad, cuando no imposibilidad, de acceso a los servicios universales básicos de los que el ciudadano económico disfruta gracias precisamente a su cualidad de tal. No escapan a dicho sentimiento ni el autónomo ni el pequeño empresario, y no menos el ama de casa con su trabajo no remunerado, y por tanto no valorado en términos económicos.